lunes, 25 de octubre de 2010

Petrarca

Ave infeliz que, sin un punto ceses
Ave infeliz que, sin un punto ceses,
lamentas tu fugaz tiempo pasado,
viendo el infierno lóbrego a tu lado
y tras de ti el día y los alegres meses.


Si, como sabes tu pesar, supieses
mi semejante doloroso estado,
compasivo con este desgraciado
tus tristes quejas a partir vinieses.


Yo no sé si igual fuera nuestra suerte;
que tal vez, la que lloras tiene vida,
cuando a mi Laura, arrebató la muerte.


Mas la hora, la estación y la sentida
queja con que no dejas de dolerte
a decirte mis penas me convida.


Belleza de Laura
 Volaba la dorada cabellera
 a Laura que en mil nudos la envolvía,
 y de los ojos el fulgor ardía,
 como el sol en mitad de su carrera.


 De su piedad, o falsa o verdadera,
 en el color de su rostro se teñía:
 yo que al amor dispuesto me sentía,
 ¿qué mucho fue que de improviso ardiera?


 No era su leve andar humana cosa,
 sino de forma angélica y volante;
 no mortal parecía, sino diosa:


 y al mirarla así sola semejante
 por lo bella, modesta y pudorosa,
 yo ser juraba su inmortal amante.

La noche y la aurora
Desear la noche y maldecir la aurora
 acostumbran los prósperos amantes;
 mas la noche mis duelos más punzantes
 hace, y los templa el alba bienhechora,


 pues en ella tal vez abren a una hora
 un sol y el otro como dos levantes,
 en belleza y en luz tan semejantes,
 que el cielo de la tierra se enamora.


 La noche anhela el amador amado
 que en sus tinieblas, de su dulce amiga
 gozar espera el cariñoso lado;


 mas yo es justo que siempre la maldiga,
 pues en ella mi sueño idolatrado
 su cruda ausencia a lamentar me obliga.

Verguenza amorosa
Lleno de una ilusión que me desvía
 de todos, y me aísla en este suelo,
 aún de mi mismo recatarme suelo,
 buscando a aquella que esquivar debía.


 Llega con tan suave altanería,
 que el alma tiembla para alzar su vuelo;
 ¡Tantos suspiros trae y tanto duelo
 esta enemiga del amor y mía!


 Tal vez un rayo de piedad, divino,
 que brillar en sus ojos me parece,
 hace que en parte mi temor se venza.


 ¡Mas, cuando hablarla al fin me determino,
 cuando pensé olvidando, me enmudece
 de casto amor la natural vergüenza!

Dante

El Infierno: Canto I

En medio del camino de nuestra vida
me encontré por una selva oscura,
porque la recta vía era perdida.
¡Ay, qué decir lo que era es cosa dura
esta selva salvaje, áspera y fuerte,
cuyo recuerdo renueva la pavura!
Tanto es amarga, que poco lo es más la muerte:
pero por tratar del bien que allí encontré,
diré de las otras cosas que allí he visto.
No sé bien redecir como allí entré;
tan somnoliento estaba en aquel punto,
cuando el veraz camino abandoné.
Pero así como llegué junto al pie de un monte,
allá donde aquel valle cesaba,
que de pavor me había acongojado el corazón,
miré en alto, y vi sus espaldas
vestidas ya de rayos del planeta,
que a todos lleva por toda senda recta.
Entonces se aquietó un poco el espanto,
que en el hueco de mi corazón había durado
la noche entera, que pasé con tanto afán.
Y como aquel que con angustiado resuello
salido fuera del piélago a la orilla
se vuelve al agua peligrosa y la mira;
así mi alma, que aún huía,
volvióse atrás a remirar el cruce,
que jamás dejó a nadie con vida.
Una vez reposado el fatigado cuerpo,
retomé el camino por la desierta playa,
tal que el pie firme era siempre el más bajo;
y al comenzar la cuesta,
apareció una muy ágil y veloz pantera,
que de manchada piel se cubría.
Y no se apartaba de ante mi rostro;
y así tanto me impedía el paso,
que me volví muchas veces para volverme.
Era la hora del principiar de la mañana,
y el Sol allá arriba subía con aquellas estrellas
que junto a él estaban, cuando el amor divino
movió por vez primera aquellas cosas bellas;
bien que un buen presagio me auguraban
de aquella fiera la abigarrada piel,
la ocasión del momento, y la dulce estación:
pero no tanto, que de pavor no me llenara
la vista de un león que apareció.
Venir en contra mía parecía
erguida la cabeza y con rabiosa hambruna,
que hasta el aire como aterrado estaba:
y una loba que por su flacura
cargada estaba de todas las hambres,
y ya de mucha gente entristecido había la vida.
Tanta fue la congoja que me infundió
el espanto que de sus ojos salía,
que perdí la esperanza de la altura.
Y como aquel que goza en atesorar,
y llegado el tiempo en que perder le toca,
su pensamiento entero llora y se contrista;
así obró en mi la bestia sin paz,
que, viniéndome de frente, poco a poco,
me repelía a donde calla el Sol.
Mientras retrocedía yo a lugar bajo,
ante mis ojos se ofreció
quien por el largo silencio parecía mudo.
Cuando a éste vi en el gran desierto
Ten piedad de mí, le grité,
quienquiera seas, sombra u hombre cierto.
Respondióme: No hombre, hombre ya fui,
y lombardos fueron mis padres,
y ambos por patria Mantuanos.
Nací sub Julio, aunque algo tarde,
y viví en Roma bajo el buen Augusto,
en tiempos de los dioses falsos y embusteros.
Poeta fui, y canté a aquel justo
hijo de Anquises, que vino de Troya,
después del incendio de la soberbia Ilion.
Pero tú, ¿Porqué a tanta angustia te vuelves?
¿Porqué no trepas el deleitoso monte,
que es principio y razón de toda alegría?
¡Oh! ¿Eres tú aquel Virgilio, aquella fuente
que expande de elocuencia tan largo río?
le respondí, avergonzada la frente.
¡Oh! De los demás poetas honor y luz,
válgame el largo estudio y el gran amor,
que me han hecho ir en pos de tu libro.
Tú eres mi maestro y mi autor:
tú sólo eres aquel de quien tomé
el bello estilo, que me ha dado honor.
Mira la bestia por la que me he vuelto:
socórreme de ella, famoso sabio,
porque hace temblar las venas y los pulsos.
Otro es el camino que te conviene,
respondió al ver mis lágrimas,
si quieres huir de este lugar salvaje;
porque esta bestia, por la que gritas,
no deja a nadie pasar por el suyo,
sino que tanto impide, que mata:
su naturaleza es tan malvada y cruel,
que nunca satisface su hambrienta voluntad,
y tras comer tiene más hambre que antes.
Muchos son los animales con que se marida
y muchos más habrá todavía, hasta que venga
el Lebrel, que le dará dolorosa muerte.
No se alimentará de tierra ni de peltre,
mas de sabiduría, de amor y de virtud
y su patria estará entre fieltro y fieltro.
Será la salud de aquella humilde Italia,
por quien murió la virgen Camila,
Euriale, y Turno y Niso, de sus heridas:
De ciudad en ciudad perseguirá a la loba,
hasta que la vuelva a lo profundo del infierno,
de donde la envidia la hizo salir primero.
Ahora por tu bien pienso y entiendo,
que mejor me sigas, y yo seré tu conductor,
y te llevaré de aquí a un lugar eterno,
donde oirás desesperados aullidos,
verás a los antiguos espíritus dolientes,
cada uno clamando la segunda muerte;
después verás los otros, que en el fuego
están contentos, porque unirse esperan,
cuando sea, a las felices gentes;
a las cuales, después, si quisieras subir,
un alma habrá más digna que yo para tu ascenso;
te dejaré con ella, cuando de ti me parta:
que aquel emperador, que allá arriba reina,
porque rebelde fui a su ley,
no quiere que a su ciudad por mi se llegue.
Impera en todas partes, y allá reina,
allá está su ciudad y allá su alta sede:
¡Feliz aquel a quién para su reino escoge!
Y yo a él: Poeta, te intimo
por aquel Dios que no conociste,
de éste y de peor mal que yo me salve,
que allá me lleves donde tú dijiste,
así que vea la puerta de san Pedro,
y a aquellos tan tristes que tú dices.
Entonces se movió, y yo me pegué detrás.

Boccaccio

SEGUNDA JORNADA
COMIENZA LA SEGUNDA JORNADA DEL DECAMERÓN, EN LA QUE, BAJO EL GOBIERNO DE FILOMENA, SE RAZONA SOBRE QUIENES, PERSEGUIDOS POR DIVERSAS CONTRARIEDADES, HAN LLEGADO, CONTRA TODA ESPERANZA, A BUEN FIN.
Ya había el sol llevado a todas partes el nuevo día con su luz y los pájaros daban de ello testimonio a los oídos cantando placenteros versos sobre las verdes ramas, cuando todas las jóvenes y los tres jóvenes, habiéndose levantado, se entraron por los jardines y, hollando con lento paso las hierbas húmedas de rocío, haciéndose bellas guirnaldas acá y allá, recreándose durante largo rato estuvieron. Y tal como habían hecho el día anterior hicieron el presente: habiendo comido con la fresca, luego de haber bailado alguna danza se fueron a descansar y, levantándose de la siesta después de la hora de nona, como le plugo a su reina, venidos al fresco pradecillo, se sentaron en torno a ella. Y ella, que era hermosa y de muy amable aspecto, coronada con su guirnalda de laurel, después de estar callada un poco y de mirar a la cara a toda su compañía, mandó a Neifile que a las futuras historias diese, con una, principio; y ella, sin poner ninguna excusa, así, alegre, empezó a hablar:


NOVELA PRIMERA
Martellino, fingiéndose tullido, simula curarse sobre la tumba de San Arrigo y, conocido su engaño, es apaleado; y después de ser apresado y estar en peligro de ser colgado, logra por fin escaparse.
Muchas veces sucede, carísimas señoras, que aquel que se ingenia en burlarse de otro, y máximamente de las cosas que deben reverenciarse, se ha encontrado sólo con las burlas y a veces con daño de sí mismo; por lo que, para obedecer el mandato de la reina y dar principio con una historia mía al asunto propuesto, entiendo contaros lo que, primero desdichadamente y después (fuera de toda su esperanza) muy felizmente, sucedió a un conciudadano nuestro.
Había, no hace todavía mucho tiempo, un tudesco en Treviso llamado Arrigo que, siendo hombre pobre, servía como porteador a sueldo a quien se lo solicitaba y, a pesar de ello, era tenido por todos como hombre de santísima y buena vida. Por lo cual, fuese verdad o no, sucedió al morir él, según afirman los trevisanos, que a la hora de su muerte, todas las campanas de la iglesia mayor de Treviso empezaron a sonar sin que nadie las tocase. Lo que, tenido por milagro, todos decían que este Arrigo era santo ; y corriendo toda la gente de la ciudad a la casa en que yacía su cuerpo, lo llevaron a guisa de cuerpo santo a la iglesia mayor, llevando allí cojos, tullidos y ciegos y demás impedidos de cualquiera enfermedad o defecto, como si todos debieran sanar al tocar aquel cuerpo. En tanto tumulto y movimiento de gente sucedió que a Treviso llegaron tres de nuestros conciudadanos, de los cuales uno se llamaba Stecchi, otro Martellino y el tercero Marchese , hombres que, yendo por las cortes de los señores, divertían a la concurrencia distorsionándose y remedando a cualquiera con muecas extrañas. Los cuales, no habiendo estado nunca allí, se maravillaron de ver correr a todos y, oído el motivo de aquello, sintieron deseos de ir a ver y, dejadas sus cosas en un albergue, dijo Marchese:
-Queremos ir a ver este santo, pero en cuanto a mí, no veo cómo podamos llegar hasta él, porque he oído que la plaza está llena de tudescos y de otra gente armada que el señor de esta tierra, para que no haya alboroto, hace estar allí, y además de esto, la iglesia, por lo que se dice, está tan llena de gente que nadie más puede entrar.
Martellino, entonces, que deseaba ver aquello, dijo:
-Que no se quede por eso, que de llegar hasta el cuerpo santo yo encontraré bien el modo. Dijo Marchese:
-¿Cómo?
Repuso Martellino:
-Te lo diré: yo me contorsionaré como un tullido y tú por un lado y Stecchi por el otro, como si no pudiese andar, me vendréis sosteniendo, haciendo como que me queréis llevar allí para que el santo me cure: no habrá nadie que, al vernos, no nos haga sitio y nos deje pasar. A Marchese y a Stecchi les gustó el truco y, sin tardanza, saliendo del albergue, llegados los tres a un lugar solitario, Martellino se retorció las manos de tal manera, los dedos y los brazos y las piernas, y además de ello la boca y los ojos y todo el rostro, que era cosa horrible de ver; no habría habido nadie que lo hubiese visto que no hubiese pensado que estaba paralítico y tullido. Y sujetado de esta manera, entre Marchese y Stecchi, se enderezaron hacia la iglesia, con aspecto lleno de piedad, pidiendo humildemente y por amor de Dios a todos los que estaban delante de ellos que les hiciesen sitio, lo que fácilmente obtenían; y en breve, respetados por todos y todo el mundo gritando: «¡Haced sitio, haced sitio!», llegaron allí donde estaba el cuerpo de San Arrigo y, por algunos gentileshombres que estaban a su alrededor, fue Martellino prestamente alzado y puesto sobre el cuerpo para que mediante aquello pudiera alcanzar la gracia de la salud.
Martellino, como toda la gente estaba mirando lo que pasaba con él, comenzó, como quien lo sabía hacer muy bien, a fingir que uno de sus dedos se estiraba, y luego la mano, y luego el brazo, y así todo entero llegar a estirarse. Lo que, viéndolo la gente, tan gran ruido en alabanza de San Arrigo hacían que un trueno no habría podido oírse. Había por acaso un florentino cerca que conocía muy bien a Martellino, pero que por estar así contorsionado cuando fue llevado allí no lo había reconocido. El cual, viéndolo enderezado, lo reconoció y súbitamente empezó a reírse y a decir: -¡Señor, haz que le duela! ¿Quién no hubiera creído al verlo venir que de verdad fuese un lisiado? Oyeron estas palabras unos trevisanos que, incontinenti, le preguntaron: -¡Cómo! ¿No era éste tullido?
A lo que el florentino repuso:
-¡No lo quiera Dios! Siempre ha sido tan derecho como nosotros, pero sabe mejor que nadie, como habéis podido ver, hacer estas burlas de contorsionarse en las posturas que quiere. Como hubieron oído esto, no necesitaron otra cosa: por la fuerza se abrieron paso y empezaron a gritar: -¡Coged preso a ese traidor que se burla de Dios y de los santos, que no siendo tullido ha venido aquí para escarnecer a nuestro santo y a nosotros haciéndose el tullido! Y, diciendo esto, le echaron las manos encima y lo hicieron bajar de donde estaba, y cogiéndole por los pelos y desgarrándole todos los vestidos empezaron a darle puñetazos y puntapiés, y no se consideraba hombre quien no corría a hacer lo mismo. Martellino gritaba: -¡Piedad, por Dios!
Y se defendía cuanto podía, pero no le servía de nada: las patadas que le daban se multiplicaban a cada momento. Viendo lo cual, Stecchi y Marchese empezaron a decirse que la cosa se ponía mal; y temiendo por sí mismos, no se atrevían a ayudarlo, gritando junto con los otros que le matasen, aunque pensando sin embargo cómo podrían arrancarlo de manos del pueblo. Que le hubiera matado con toda certeza si no hubiera habido un expediente que Marchese tomó súbitamente: que, estando allí fuera toda la guardia de la señoría, Marchese, lo antes que pudo se fue al que estaba en representación del corregidor y le dijo: -¡Piedad, por Dios! Hay aquí algún malvado que me ha quitado la bolsa con sus buenos cien florines de oro; os ruego que lo prendáis para que pueda recuperar lo mío. Súbitamente, al oír esto, una docena de soldados corrieron a donde el mísero Martellino era trasquilado sin tijeras y, abriéndose paso entre la muchedumbre con las mayores fatigas del mundo, todo apaleado y todo roto se lo quitaron de entre las manos y lo llevaron al palacio del corregidor, adonde, siguiéndole muchos que se sentían escarnecidos por él, y habiendo oído que había sido preso por descuidero, no pareciéndoles hallar más justo título para traerle desgracia, empezaron a decir todos que les había dado el tirón también a sus bolsas. Oyendo todo lo cual, el juez del corregidor, que era un hombre rudo, llevándoselo prestamente aparte le empezó a interrogar.
Pero Martellino contestaba bromeando, como si nada fuese aquella prisión; por lo que el juez, alterado, haciéndolo atar con la cuerda le hizo dar unos buenos saltos, con ánimo de hacerle confesar lo que decían para después ahorcarlo. Pero luego que se vio con los pies en el suelo, preguntándole el juez si era verdad lo que contra él decían, no valiéndole decir no, dijo: -Señor mío, estoy presto a confesaros la verdad, pero haced que cada uno de los que me acusan diga dónde y cuándo les he quitado la bolsa, y os diré lo que yo he hecho y lo que no. Dijo el juez:
-Que me place.
Y haciendo llamar a unos cuantos, uno decía que se la había quitado hace ocho días, el otro que seis, el otro que cuatro, y algunos decían que aquel mismo día. Oyendo lo cual, Martellino dijo: -Señor mío, todos estos mienten con toda su boca: y de que yo digo la verdad os puedo dar esta prueba, que nunca había estado en esta ciudad y que no estoy en ella sino desde hace poco; y al llegar, por mi desventura, fui a ver a este cuerpo santo, donde me han trasquilado todo cuanto veis; y que esto que digo es cierto os lo puede aclarar el oficial del señor que registró mi entrada, y su libro y también mi posadero. Por lo que, si halláis cierto lo que os digo, no queráis a ejemplo de esos hombres malvados destrozarme y matarme.
Mientras las cosas estaban en estos términos, Marchese y Stecchi, que habían oído que el juez del corregidor procedía contra él sañudamente, y que ya le había dado tortura, temieron mucho, diciéndose: -Mal nos hemos industriado; le hemos sacado de la sartén para echarlo en el fuego. Por lo que, moviéndose con toda presteza, buscando a su posadero, le contaron todo lo que les había sucedido; de lo que, riéndose éste, les llevó a ver a un Sandro Agolanti que vivía en Treviso y tenía gran influencia con el señor, y contándole todo por su orden, le rogó que con ellos interviniera en las hazañas de Martellino, y así se hizo. Y los que fueron a buscarlo le encontraron todavía en camisa delante del juez y todo desmayado y muy temeroso porque el juez no quería oír nada en su descargo, sino que, como por acaso tuviese algún odio contra los florentinos, estaba completamente dispuesto a hacerlo ahorcar y en ninguna guisa quería devolverlo al señor, hasta que fue obligado a hacerlo contra su voluntad. Y cuando estuvo ante él, y le hubo dicho todas las cosas por su orden, pidió que como suma gracia le dejase irse porque, hasta que en Florencia no estuviese, siempre le parecería tener la soga al cuello. El señor rió grandemente de semejante aventura y, dándoles un traje por hombre, sobrepasando la esperanza que los tres tenían de salir con bien de tal peligro, sanos y salvos se volvieron a su casa.

Carmina Burana

Aunque con algunos errores en la traducción



Los primeros textos goliardos son del siglo XII-XIII y los más conocidos e importantes los "Carmina Buruana" (la mayor parte del contenido es del Siglo XII), textos encontrados en la abadía benedictina de Beuren, Baviera, escritos la mayoría en latín, aunque algunos hay en alemán, especialmente versos y estribillos intercalados, unos pocos incluso con notaciones musicales que han permitido reconstruir la melodía de unos cuarenta. En total aproximadamente doscientos cincuenta. En ellos basó una Cantata de título homónimo el compositor alemán Carl Orff (1895-1982): Carmina Burana.

O Fortuna
(Carl Orff)

O Fortuna,
velut Luna
statu variabilis,
semper crescis
aut decrescis;
vita detestabilis
nunc obdurat
et tunc curat
ludo mentis aciem,
egestatem,
potestamem
dissolvit ut glaciem.

Sors immanis
et inanis,
rota tu volubilis,
status malus,
vana salus
semper dissolubilis,
obumbrata
et velata
michi quoque niteris;
nunc per ludum
dorsum nudum
fero tui sceleris.

Sors salutis
et virtutis
michi nunc contraria
est affectus
et defectus
semper in angaria.
Hac in hora
sine nora
cordum pulsum tangite;
quod per sortem
sternit fortem,mecum omnes plangite!

O Fortuna
(Carl Orff)
¡Oh Fortuna!,/como la luna/cambiante,/siempre creciendo/y decreciendo;/ detestable vida/ primero oprimes/ y luego alivias/ a tu antojo;/ pobreza/ y poder/ derrites como el hielo.// Destino monstruoso/ y vacío,/ tu rueda da vueltas,/ perverso,/ vano es el bienestar/ y siempre/ se disuelve en nada,/ sombrío/ y velado/ me mortificas a mí también;/ ahora por el juego/ traigo mi espalda desnuda/ para tu villanía.// El Destino está contra mi/en la salud/ y la virtud,/ empujado/ y lastrado,/ siempre esclavizado./A esta hora/ sin demora/ toca las cuerdas/ vibrantes;/ puesto que el Destino/ derrota al más fuerte, ¡llorad todos conmigo!

viernes, 8 de octubre de 2010

Quinto DESAFIO

Aunque las noticas no dejan de bombardearnos con el último premio Nobel de Literatura, no me he podidio resistir a la tentación de la fecha:
Imagina que no hay países
no es difícil de hacer
nadie por quien matar o morir
ni tampoco religión
imagina a toda la gente
viviendo la vida en paz...

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Cuarto DESAFIO

El cuento puede parecer un arte menor en la literatura, sin embargo, el cuento bien escrito es una pequeña joya deliciosa y sorprendente cultivada por los más grandes autores y autoras de la literatura universal a lo largo de los siglos. Muchos ejemplos podríamos mencionar aquí, sin embargo me voy a quedar con uno sólamente:

Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo —género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño: Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres; “Un Zarathustra cimarrón y vernáculo”; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.
         Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y .vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro mínutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona.
         Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
         Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles.
         Los años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo. El ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el “cronométrico Funes”. Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en.la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina.
         No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latin. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, “del día siete de febrero del año ochenta y cuatro”, ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, “había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó”, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario “para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín”. Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat. y la obra de Plinio:
         El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba “nada bien”. Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El “Saturno” zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día.
         En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del vigésimocuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non usdem verbis redderetur auditum.
         Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más dificil punto de mi relato. Este (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.
         Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
         Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: Mis sueños son como 1a vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: Mi memoría, señor, es como vacíadero de basuras. Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.
         Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos in—mortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.
         La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando..
         Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, gas, 1a caldera, Napoleón, Agustín vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie marca; las últimas muy complicadas... Yo traté explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario sistema numeración. Le dije decir 365 tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.
         Locke, siglo XVII, postuló (y reprobó) idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
         Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucios y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.
         Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.
         La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
         Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
         Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.

Gracias a internet, descubrir el nombre del autor de este cuento solamente nos va a llevar el tiempo de escribir en Google uno de los nombres reflejados... 

domingo, 26 de septiembre de 2010

Tercer DESAFIO

Tu corazón, cerrado por reformas,
vagando va la música
sin querer cotestarme.

Forajido de siempre no resiste
convivir bajo el reino
metal de las palabras

La mirada que trajo conocía
ese dolor errante
de los barcos nocturnos.

Se convirtió, silencio sin embargo,
vacío encadenado
al rayo de la luna.

¿Qué camino sin cruces, sin kilómetros,
sabrá llevarte a él?
¿Dónde puedo encontrarlo?

... esta vez quiero al autor en el blog y un comentario formal e interpretativo y crítico del texto para el jueves...

jueves, 23 de septiembre de 2010

El Por Qué de los DESAFIOS

Cómo no voy a intentar despertaros el gusanillo de las Artes, en especial la literatura y el buen cine. Cómo no creer que vais a disfrutar con obras como La espuma de los días Ciudadano Kane por mucho que sean consideradas obras adultas. Como no pediros que leais un poco más, aunque no entre en el temario exigido, como no pediros que veais una buna película, aunque sea en blanco y negro. 
Los DESAFIOS no son más que pequeños juegos para ayudaros a "decubrir" literatura distinta. Solamente buscan vuestras ganas de jugar, vuestra disposición a la sorpresa. El jardín del profeta es poesía libanesa maravillosa de principios de siglo XX con enseñanzas filosóficas muy intersantes. La fotografía, la música pero en especial el GUIÓN de Blade Runner la convierten en un referente del cine de ciencia-ficción aunque esté a punto de cumplir 30 años. Las letras de las canciones de Leonard Cohen toman más fuerza cuando es el propio autor quien las canta o las recita en el disco Live in London grabado cuando el artista tenía 74 años.
Es cierto que la lectura es un placer solitario, tanto como disfrutar de una buena película o de un buen disco, pero no me podreis quitar mis ganas de "enseñaros" algo más, esa pizquita que hace especial ese libro, memorable aquella película, inolvidable esa canción...

viernes, 17 de septiembre de 2010

Otro modo de LEER

1. Datos técnicos:
Título original
Autor (biografía)
Año (primera/última edición, reedición, reimpresión)
Idioma original
Editorial

2. Impresión general de la obra

3. Los andamios narrativos (tema – argumento – trama):
Inicio, nudo y desenlace
Estructura interna del relato, tensión y ritmo narrativo
Arquetipos argumentales

4. Personajes:
Caracterización y construcción del personaje literario

5. Temas principales y secundarios

6. Género, lenguaje y estilo literario:
Género literario
Tono narrativo (la voz del narrador)
Registro lingüístico
Tiempo y espacio (un reloj de mentira/el interior del armario)

7. Disfruta descubriendo las técnicas del autor:
Minuciosidad y enfoque
Uso de los sentidos
La construcción de la escena
La metáfora de situación
La continuidad narrativa

8. Factores positivos y negativos destacables de la obra
Valor comercial y literario

Tomado de Carme FONT, Cómo escribir sobre una lectura. Guía práctica para redactar informes editoriales y reseñas literarias, Alba, Barcelona 2007 y Enrique PÁEZ, Escribir. Manual de técnicas narrativas, SM, Madrid 2009.

Un desarrollo más profundo se encuentra en la carpeta de la asignatura en la INTRANET

Maestro BORGES

Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído

Segundo DESAFÍO

La producción 281 de uno de los 5 grandes estudios de la edad de oro de Hollywood fue una película muy complicada desde sus inicios. Pero un director joven y sin experiencia, con control total sobre su obra y una capacidad de trabajo inquebrantable nos regaló una de las obras cumbres del Cine (con C mayúscula).

¿Qué película deberíamos disfrutar durante este curso?


jueves, 16 de septiembre de 2010

ROMA

GRECIA

martes, 14 de septiembre de 2010

LA ESPUMA DE LOS DÍAS


Según Raymond Queneau: "la más desgarradora de todas las historias de amor contemporaneas". Esta pequeña y maravillosa obra de Boris Vian es la primera recomendación del curso, y aunque ahora estemos centrados en la literatura antigua, puede ser una buena iniciación a una literatura adulta.

Primer DESAFÍO

"Una de ellas llevaba un vestido de lana verde almendrada, con grandes botones de cerámica dorada y, en la espalda, un canesu de una forma muy peculiar." [...] "Chloé tenía los labios rojos, el pelo moreno, la expresión alegre y el vestido no tenía nada que ver con ello."

El primer desafío no puede ser más sencillo, ¿quién es la Chloé que da nombre a nuestro blog?

lunes, 13 de septiembre de 2010

Reflexión Inicial

"No hay una sola manera de leer bien, aunque hay una razón primordial parque leamos. A la información tenemos acceso ilimitado, pero ¿dónde encontraremos la sabiduría? Si uno es afortunado, tal vez se tope con un maestro que lo ayude, pero al cabo esta solo y debe seguir adelante sin más mediaciones. Leer bien es uno de los mayores placeres que puede proporcionar la soledad, porque, al menos según mi experiencia, es el más saludable desde un punto de vista espiritual. Hace que uno se relacione con su alteridad, ya sea la propia, la de los amigos o la de quienes pueden llegar a serlo. La invención literaria es alteridad, y por eso alivia la soledad. Leemos no sólo porque nos es imposible conocer a toda la gente que quisiéramos, sino por que la amistad es vulnerable y puede menguar o desaparecer, vencida por el espacio, el tiempo, la falta de comprensión y todas las aflicciones de la vida familiar y pasional."
Harold Bloom Cómo leer y por qué