lunes, 25 de octubre de 2010

Petrarca

Ave infeliz que, sin un punto ceses
Ave infeliz que, sin un punto ceses,
lamentas tu fugaz tiempo pasado,
viendo el infierno lóbrego a tu lado
y tras de ti el día y los alegres meses.


Si, como sabes tu pesar, supieses
mi semejante doloroso estado,
compasivo con este desgraciado
tus tristes quejas a partir vinieses.


Yo no sé si igual fuera nuestra suerte;
que tal vez, la que lloras tiene vida,
cuando a mi Laura, arrebató la muerte.


Mas la hora, la estación y la sentida
queja con que no dejas de dolerte
a decirte mis penas me convida.


Belleza de Laura
 Volaba la dorada cabellera
 a Laura que en mil nudos la envolvía,
 y de los ojos el fulgor ardía,
 como el sol en mitad de su carrera.


 De su piedad, o falsa o verdadera,
 en el color de su rostro se teñía:
 yo que al amor dispuesto me sentía,
 ¿qué mucho fue que de improviso ardiera?


 No era su leve andar humana cosa,
 sino de forma angélica y volante;
 no mortal parecía, sino diosa:


 y al mirarla así sola semejante
 por lo bella, modesta y pudorosa,
 yo ser juraba su inmortal amante.

La noche y la aurora
Desear la noche y maldecir la aurora
 acostumbran los prósperos amantes;
 mas la noche mis duelos más punzantes
 hace, y los templa el alba bienhechora,


 pues en ella tal vez abren a una hora
 un sol y el otro como dos levantes,
 en belleza y en luz tan semejantes,
 que el cielo de la tierra se enamora.


 La noche anhela el amador amado
 que en sus tinieblas, de su dulce amiga
 gozar espera el cariñoso lado;


 mas yo es justo que siempre la maldiga,
 pues en ella mi sueño idolatrado
 su cruda ausencia a lamentar me obliga.

Verguenza amorosa
Lleno de una ilusión que me desvía
 de todos, y me aísla en este suelo,
 aún de mi mismo recatarme suelo,
 buscando a aquella que esquivar debía.


 Llega con tan suave altanería,
 que el alma tiembla para alzar su vuelo;
 ¡Tantos suspiros trae y tanto duelo
 esta enemiga del amor y mía!


 Tal vez un rayo de piedad, divino,
 que brillar en sus ojos me parece,
 hace que en parte mi temor se venza.


 ¡Mas, cuando hablarla al fin me determino,
 cuando pensé olvidando, me enmudece
 de casto amor la natural vergüenza!

Dante

El Infierno: Canto I

En medio del camino de nuestra vida
me encontré por una selva oscura,
porque la recta vía era perdida.
¡Ay, qué decir lo que era es cosa dura
esta selva salvaje, áspera y fuerte,
cuyo recuerdo renueva la pavura!
Tanto es amarga, que poco lo es más la muerte:
pero por tratar del bien que allí encontré,
diré de las otras cosas que allí he visto.
No sé bien redecir como allí entré;
tan somnoliento estaba en aquel punto,
cuando el veraz camino abandoné.
Pero así como llegué junto al pie de un monte,
allá donde aquel valle cesaba,
que de pavor me había acongojado el corazón,
miré en alto, y vi sus espaldas
vestidas ya de rayos del planeta,
que a todos lleva por toda senda recta.
Entonces se aquietó un poco el espanto,
que en el hueco de mi corazón había durado
la noche entera, que pasé con tanto afán.
Y como aquel que con angustiado resuello
salido fuera del piélago a la orilla
se vuelve al agua peligrosa y la mira;
así mi alma, que aún huía,
volvióse atrás a remirar el cruce,
que jamás dejó a nadie con vida.
Una vez reposado el fatigado cuerpo,
retomé el camino por la desierta playa,
tal que el pie firme era siempre el más bajo;
y al comenzar la cuesta,
apareció una muy ágil y veloz pantera,
que de manchada piel se cubría.
Y no se apartaba de ante mi rostro;
y así tanto me impedía el paso,
que me volví muchas veces para volverme.
Era la hora del principiar de la mañana,
y el Sol allá arriba subía con aquellas estrellas
que junto a él estaban, cuando el amor divino
movió por vez primera aquellas cosas bellas;
bien que un buen presagio me auguraban
de aquella fiera la abigarrada piel,
la ocasión del momento, y la dulce estación:
pero no tanto, que de pavor no me llenara
la vista de un león que apareció.
Venir en contra mía parecía
erguida la cabeza y con rabiosa hambruna,
que hasta el aire como aterrado estaba:
y una loba que por su flacura
cargada estaba de todas las hambres,
y ya de mucha gente entristecido había la vida.
Tanta fue la congoja que me infundió
el espanto que de sus ojos salía,
que perdí la esperanza de la altura.
Y como aquel que goza en atesorar,
y llegado el tiempo en que perder le toca,
su pensamiento entero llora y se contrista;
así obró en mi la bestia sin paz,
que, viniéndome de frente, poco a poco,
me repelía a donde calla el Sol.
Mientras retrocedía yo a lugar bajo,
ante mis ojos se ofreció
quien por el largo silencio parecía mudo.
Cuando a éste vi en el gran desierto
Ten piedad de mí, le grité,
quienquiera seas, sombra u hombre cierto.
Respondióme: No hombre, hombre ya fui,
y lombardos fueron mis padres,
y ambos por patria Mantuanos.
Nací sub Julio, aunque algo tarde,
y viví en Roma bajo el buen Augusto,
en tiempos de los dioses falsos y embusteros.
Poeta fui, y canté a aquel justo
hijo de Anquises, que vino de Troya,
después del incendio de la soberbia Ilion.
Pero tú, ¿Porqué a tanta angustia te vuelves?
¿Porqué no trepas el deleitoso monte,
que es principio y razón de toda alegría?
¡Oh! ¿Eres tú aquel Virgilio, aquella fuente
que expande de elocuencia tan largo río?
le respondí, avergonzada la frente.
¡Oh! De los demás poetas honor y luz,
válgame el largo estudio y el gran amor,
que me han hecho ir en pos de tu libro.
Tú eres mi maestro y mi autor:
tú sólo eres aquel de quien tomé
el bello estilo, que me ha dado honor.
Mira la bestia por la que me he vuelto:
socórreme de ella, famoso sabio,
porque hace temblar las venas y los pulsos.
Otro es el camino que te conviene,
respondió al ver mis lágrimas,
si quieres huir de este lugar salvaje;
porque esta bestia, por la que gritas,
no deja a nadie pasar por el suyo,
sino que tanto impide, que mata:
su naturaleza es tan malvada y cruel,
que nunca satisface su hambrienta voluntad,
y tras comer tiene más hambre que antes.
Muchos son los animales con que se marida
y muchos más habrá todavía, hasta que venga
el Lebrel, que le dará dolorosa muerte.
No se alimentará de tierra ni de peltre,
mas de sabiduría, de amor y de virtud
y su patria estará entre fieltro y fieltro.
Será la salud de aquella humilde Italia,
por quien murió la virgen Camila,
Euriale, y Turno y Niso, de sus heridas:
De ciudad en ciudad perseguirá a la loba,
hasta que la vuelva a lo profundo del infierno,
de donde la envidia la hizo salir primero.
Ahora por tu bien pienso y entiendo,
que mejor me sigas, y yo seré tu conductor,
y te llevaré de aquí a un lugar eterno,
donde oirás desesperados aullidos,
verás a los antiguos espíritus dolientes,
cada uno clamando la segunda muerte;
después verás los otros, que en el fuego
están contentos, porque unirse esperan,
cuando sea, a las felices gentes;
a las cuales, después, si quisieras subir,
un alma habrá más digna que yo para tu ascenso;
te dejaré con ella, cuando de ti me parta:
que aquel emperador, que allá arriba reina,
porque rebelde fui a su ley,
no quiere que a su ciudad por mi se llegue.
Impera en todas partes, y allá reina,
allá está su ciudad y allá su alta sede:
¡Feliz aquel a quién para su reino escoge!
Y yo a él: Poeta, te intimo
por aquel Dios que no conociste,
de éste y de peor mal que yo me salve,
que allá me lleves donde tú dijiste,
así que vea la puerta de san Pedro,
y a aquellos tan tristes que tú dices.
Entonces se movió, y yo me pegué detrás.

Boccaccio

SEGUNDA JORNADA
COMIENZA LA SEGUNDA JORNADA DEL DECAMERÓN, EN LA QUE, BAJO EL GOBIERNO DE FILOMENA, SE RAZONA SOBRE QUIENES, PERSEGUIDOS POR DIVERSAS CONTRARIEDADES, HAN LLEGADO, CONTRA TODA ESPERANZA, A BUEN FIN.
Ya había el sol llevado a todas partes el nuevo día con su luz y los pájaros daban de ello testimonio a los oídos cantando placenteros versos sobre las verdes ramas, cuando todas las jóvenes y los tres jóvenes, habiéndose levantado, se entraron por los jardines y, hollando con lento paso las hierbas húmedas de rocío, haciéndose bellas guirnaldas acá y allá, recreándose durante largo rato estuvieron. Y tal como habían hecho el día anterior hicieron el presente: habiendo comido con la fresca, luego de haber bailado alguna danza se fueron a descansar y, levantándose de la siesta después de la hora de nona, como le plugo a su reina, venidos al fresco pradecillo, se sentaron en torno a ella. Y ella, que era hermosa y de muy amable aspecto, coronada con su guirnalda de laurel, después de estar callada un poco y de mirar a la cara a toda su compañía, mandó a Neifile que a las futuras historias diese, con una, principio; y ella, sin poner ninguna excusa, así, alegre, empezó a hablar:


NOVELA PRIMERA
Martellino, fingiéndose tullido, simula curarse sobre la tumba de San Arrigo y, conocido su engaño, es apaleado; y después de ser apresado y estar en peligro de ser colgado, logra por fin escaparse.
Muchas veces sucede, carísimas señoras, que aquel que se ingenia en burlarse de otro, y máximamente de las cosas que deben reverenciarse, se ha encontrado sólo con las burlas y a veces con daño de sí mismo; por lo que, para obedecer el mandato de la reina y dar principio con una historia mía al asunto propuesto, entiendo contaros lo que, primero desdichadamente y después (fuera de toda su esperanza) muy felizmente, sucedió a un conciudadano nuestro.
Había, no hace todavía mucho tiempo, un tudesco en Treviso llamado Arrigo que, siendo hombre pobre, servía como porteador a sueldo a quien se lo solicitaba y, a pesar de ello, era tenido por todos como hombre de santísima y buena vida. Por lo cual, fuese verdad o no, sucedió al morir él, según afirman los trevisanos, que a la hora de su muerte, todas las campanas de la iglesia mayor de Treviso empezaron a sonar sin que nadie las tocase. Lo que, tenido por milagro, todos decían que este Arrigo era santo ; y corriendo toda la gente de la ciudad a la casa en que yacía su cuerpo, lo llevaron a guisa de cuerpo santo a la iglesia mayor, llevando allí cojos, tullidos y ciegos y demás impedidos de cualquiera enfermedad o defecto, como si todos debieran sanar al tocar aquel cuerpo. En tanto tumulto y movimiento de gente sucedió que a Treviso llegaron tres de nuestros conciudadanos, de los cuales uno se llamaba Stecchi, otro Martellino y el tercero Marchese , hombres que, yendo por las cortes de los señores, divertían a la concurrencia distorsionándose y remedando a cualquiera con muecas extrañas. Los cuales, no habiendo estado nunca allí, se maravillaron de ver correr a todos y, oído el motivo de aquello, sintieron deseos de ir a ver y, dejadas sus cosas en un albergue, dijo Marchese:
-Queremos ir a ver este santo, pero en cuanto a mí, no veo cómo podamos llegar hasta él, porque he oído que la plaza está llena de tudescos y de otra gente armada que el señor de esta tierra, para que no haya alboroto, hace estar allí, y además de esto, la iglesia, por lo que se dice, está tan llena de gente que nadie más puede entrar.
Martellino, entonces, que deseaba ver aquello, dijo:
-Que no se quede por eso, que de llegar hasta el cuerpo santo yo encontraré bien el modo. Dijo Marchese:
-¿Cómo?
Repuso Martellino:
-Te lo diré: yo me contorsionaré como un tullido y tú por un lado y Stecchi por el otro, como si no pudiese andar, me vendréis sosteniendo, haciendo como que me queréis llevar allí para que el santo me cure: no habrá nadie que, al vernos, no nos haga sitio y nos deje pasar. A Marchese y a Stecchi les gustó el truco y, sin tardanza, saliendo del albergue, llegados los tres a un lugar solitario, Martellino se retorció las manos de tal manera, los dedos y los brazos y las piernas, y además de ello la boca y los ojos y todo el rostro, que era cosa horrible de ver; no habría habido nadie que lo hubiese visto que no hubiese pensado que estaba paralítico y tullido. Y sujetado de esta manera, entre Marchese y Stecchi, se enderezaron hacia la iglesia, con aspecto lleno de piedad, pidiendo humildemente y por amor de Dios a todos los que estaban delante de ellos que les hiciesen sitio, lo que fácilmente obtenían; y en breve, respetados por todos y todo el mundo gritando: «¡Haced sitio, haced sitio!», llegaron allí donde estaba el cuerpo de San Arrigo y, por algunos gentileshombres que estaban a su alrededor, fue Martellino prestamente alzado y puesto sobre el cuerpo para que mediante aquello pudiera alcanzar la gracia de la salud.
Martellino, como toda la gente estaba mirando lo que pasaba con él, comenzó, como quien lo sabía hacer muy bien, a fingir que uno de sus dedos se estiraba, y luego la mano, y luego el brazo, y así todo entero llegar a estirarse. Lo que, viéndolo la gente, tan gran ruido en alabanza de San Arrigo hacían que un trueno no habría podido oírse. Había por acaso un florentino cerca que conocía muy bien a Martellino, pero que por estar así contorsionado cuando fue llevado allí no lo había reconocido. El cual, viéndolo enderezado, lo reconoció y súbitamente empezó a reírse y a decir: -¡Señor, haz que le duela! ¿Quién no hubiera creído al verlo venir que de verdad fuese un lisiado? Oyeron estas palabras unos trevisanos que, incontinenti, le preguntaron: -¡Cómo! ¿No era éste tullido?
A lo que el florentino repuso:
-¡No lo quiera Dios! Siempre ha sido tan derecho como nosotros, pero sabe mejor que nadie, como habéis podido ver, hacer estas burlas de contorsionarse en las posturas que quiere. Como hubieron oído esto, no necesitaron otra cosa: por la fuerza se abrieron paso y empezaron a gritar: -¡Coged preso a ese traidor que se burla de Dios y de los santos, que no siendo tullido ha venido aquí para escarnecer a nuestro santo y a nosotros haciéndose el tullido! Y, diciendo esto, le echaron las manos encima y lo hicieron bajar de donde estaba, y cogiéndole por los pelos y desgarrándole todos los vestidos empezaron a darle puñetazos y puntapiés, y no se consideraba hombre quien no corría a hacer lo mismo. Martellino gritaba: -¡Piedad, por Dios!
Y se defendía cuanto podía, pero no le servía de nada: las patadas que le daban se multiplicaban a cada momento. Viendo lo cual, Stecchi y Marchese empezaron a decirse que la cosa se ponía mal; y temiendo por sí mismos, no se atrevían a ayudarlo, gritando junto con los otros que le matasen, aunque pensando sin embargo cómo podrían arrancarlo de manos del pueblo. Que le hubiera matado con toda certeza si no hubiera habido un expediente que Marchese tomó súbitamente: que, estando allí fuera toda la guardia de la señoría, Marchese, lo antes que pudo se fue al que estaba en representación del corregidor y le dijo: -¡Piedad, por Dios! Hay aquí algún malvado que me ha quitado la bolsa con sus buenos cien florines de oro; os ruego que lo prendáis para que pueda recuperar lo mío. Súbitamente, al oír esto, una docena de soldados corrieron a donde el mísero Martellino era trasquilado sin tijeras y, abriéndose paso entre la muchedumbre con las mayores fatigas del mundo, todo apaleado y todo roto se lo quitaron de entre las manos y lo llevaron al palacio del corregidor, adonde, siguiéndole muchos que se sentían escarnecidos por él, y habiendo oído que había sido preso por descuidero, no pareciéndoles hallar más justo título para traerle desgracia, empezaron a decir todos que les había dado el tirón también a sus bolsas. Oyendo todo lo cual, el juez del corregidor, que era un hombre rudo, llevándoselo prestamente aparte le empezó a interrogar.
Pero Martellino contestaba bromeando, como si nada fuese aquella prisión; por lo que el juez, alterado, haciéndolo atar con la cuerda le hizo dar unos buenos saltos, con ánimo de hacerle confesar lo que decían para después ahorcarlo. Pero luego que se vio con los pies en el suelo, preguntándole el juez si era verdad lo que contra él decían, no valiéndole decir no, dijo: -Señor mío, estoy presto a confesaros la verdad, pero haced que cada uno de los que me acusan diga dónde y cuándo les he quitado la bolsa, y os diré lo que yo he hecho y lo que no. Dijo el juez:
-Que me place.
Y haciendo llamar a unos cuantos, uno decía que se la había quitado hace ocho días, el otro que seis, el otro que cuatro, y algunos decían que aquel mismo día. Oyendo lo cual, Martellino dijo: -Señor mío, todos estos mienten con toda su boca: y de que yo digo la verdad os puedo dar esta prueba, que nunca había estado en esta ciudad y que no estoy en ella sino desde hace poco; y al llegar, por mi desventura, fui a ver a este cuerpo santo, donde me han trasquilado todo cuanto veis; y que esto que digo es cierto os lo puede aclarar el oficial del señor que registró mi entrada, y su libro y también mi posadero. Por lo que, si halláis cierto lo que os digo, no queráis a ejemplo de esos hombres malvados destrozarme y matarme.
Mientras las cosas estaban en estos términos, Marchese y Stecchi, que habían oído que el juez del corregidor procedía contra él sañudamente, y que ya le había dado tortura, temieron mucho, diciéndose: -Mal nos hemos industriado; le hemos sacado de la sartén para echarlo en el fuego. Por lo que, moviéndose con toda presteza, buscando a su posadero, le contaron todo lo que les había sucedido; de lo que, riéndose éste, les llevó a ver a un Sandro Agolanti que vivía en Treviso y tenía gran influencia con el señor, y contándole todo por su orden, le rogó que con ellos interviniera en las hazañas de Martellino, y así se hizo. Y los que fueron a buscarlo le encontraron todavía en camisa delante del juez y todo desmayado y muy temeroso porque el juez no quería oír nada en su descargo, sino que, como por acaso tuviese algún odio contra los florentinos, estaba completamente dispuesto a hacerlo ahorcar y en ninguna guisa quería devolverlo al señor, hasta que fue obligado a hacerlo contra su voluntad. Y cuando estuvo ante él, y le hubo dicho todas las cosas por su orden, pidió que como suma gracia le dejase irse porque, hasta que en Florencia no estuviese, siempre le parecería tener la soga al cuello. El señor rió grandemente de semejante aventura y, dándoles un traje por hombre, sobrepasando la esperanza que los tres tenían de salir con bien de tal peligro, sanos y salvos se volvieron a su casa.

Carmina Burana

Aunque con algunos errores en la traducción



Los primeros textos goliardos son del siglo XII-XIII y los más conocidos e importantes los "Carmina Buruana" (la mayor parte del contenido es del Siglo XII), textos encontrados en la abadía benedictina de Beuren, Baviera, escritos la mayoría en latín, aunque algunos hay en alemán, especialmente versos y estribillos intercalados, unos pocos incluso con notaciones musicales que han permitido reconstruir la melodía de unos cuarenta. En total aproximadamente doscientos cincuenta. En ellos basó una Cantata de título homónimo el compositor alemán Carl Orff (1895-1982): Carmina Burana.

O Fortuna
(Carl Orff)

O Fortuna,
velut Luna
statu variabilis,
semper crescis
aut decrescis;
vita detestabilis
nunc obdurat
et tunc curat
ludo mentis aciem,
egestatem,
potestamem
dissolvit ut glaciem.

Sors immanis
et inanis,
rota tu volubilis,
status malus,
vana salus
semper dissolubilis,
obumbrata
et velata
michi quoque niteris;
nunc per ludum
dorsum nudum
fero tui sceleris.

Sors salutis
et virtutis
michi nunc contraria
est affectus
et defectus
semper in angaria.
Hac in hora
sine nora
cordum pulsum tangite;
quod per sortem
sternit fortem,mecum omnes plangite!

O Fortuna
(Carl Orff)
¡Oh Fortuna!,/como la luna/cambiante,/siempre creciendo/y decreciendo;/ detestable vida/ primero oprimes/ y luego alivias/ a tu antojo;/ pobreza/ y poder/ derrites como el hielo.// Destino monstruoso/ y vacío,/ tu rueda da vueltas,/ perverso,/ vano es el bienestar/ y siempre/ se disuelve en nada,/ sombrío/ y velado/ me mortificas a mí también;/ ahora por el juego/ traigo mi espalda desnuda/ para tu villanía.// El Destino está contra mi/en la salud/ y la virtud,/ empujado/ y lastrado,/ siempre esclavizado./A esta hora/ sin demora/ toca las cuerdas/ vibrantes;/ puesto que el Destino/ derrota al más fuerte, ¡llorad todos conmigo!

viernes, 8 de octubre de 2010

Quinto DESAFIO

Aunque las noticas no dejan de bombardearnos con el último premio Nobel de Literatura, no me he podidio resistir a la tentación de la fecha:
Imagina que no hay países
no es difícil de hacer
nadie por quien matar o morir
ni tampoco religión
imagina a toda la gente
viviendo la vida en paz...